miércoles, 27 de febrero de 2008

Nain Singh

A mediados del siglo diecinueve el imperio británico dominaba India y gran parte de China. La codicia inglesa por dominar los, para ellos nuevos y desconocidos, territorios del Asia central competía con la codicia similar del imperio ruso. Era la época del Great Game.

Los ingleses, siempre metódicos, daban una gran importancia al conocimiento geográfico como aliado militar. Era fundamental el levantamiento y la construcción de mapas fiables, que permitieran una campaña de conquista exitosa y, como no, que arrojaran datos sobre el valor real de los territorios a ser conquistados.

Sin embargo, los habitantes de regiones como el Tibet fueron muy reacios a aceptar las labores de los extranjeros en su tierra. Especialmente las labores de los cartógrafos ingleses. Por tanto, las expediciones de la Royal Geographical Society no llegarían tan tranquilamente a la ciudad (prohibida) de Lhasa. Se imponía una estrategia diferente. Sería el comienzo del espionaje cartográfico.

Nain Singh nació alrededor del año 1826 en Sikkim, al nordeste de la India y fue reclutado y entrenado como pundit en Dehra Dun. Al parecer, la palabra pundit designa a "un hombre de conocimiento" en algún dialecto indio. En la práctica pasó a significar simplemente explorador. Y fueron los encargados de recoger los datos de campo para construir los necesarios mapas. Nain Singh fue el pundit más famoso.

El pundit hacía su trabajo de formas muy curiosas. Ocultaba su identidad haciéndose pasar por un lama. De esta manera viajaba por las zonas inaccesibles al explorador blanco.

Para hacer mediciones, el pundit era entrenado en el uso del sextante, el cual debía ocultar hábilmente entre sus pertenencias. En su tazón de té vertía mercurio, para determinar el horizonte. En su bastón llevaba oculto un termómetro. Con él determinaba la altitud midiendo la temperatura del agua al hervir.

Tal vez lo mas impresionante es que el pundit era entrenado de forma tal que controlaba la longitud de sus pasos, dos mil hacían una milla. Para contarlos se valía de una imitación del rosario budista, un collar de cien cuentas (en vez de ciento ocho). Para facilitar la operación, las cuentas del collar cambiaban ligeramente de tamaño a cada decena.

El pundit tomaba notas que ocultaba en la rueda de oración budista. También componía poemas donde codificaba parte de la información recopilada. A debido ser una aventura increíble. Dado que el clima en el Tibet hacia estos exploradores era justificadamente hostil, muchos pundit fueron descubiertos y ejecutados cruelmente.

Nain Singh caminó solo y junto a caravanas que coincidían con él. Siempre se las arreglaba para rechazar cualquier medio de transporte que le impidiera caminar. Siempre preparaba el té solo. Siempre tenía tiempo para orar solo.

En 1865 llegó a Lhasa. Su estimación de las coordenadas fue muy cercana a la que se conoce hoy en día. Estimó la altitud en 3.420 msnm. Hoy se estima en 3.540 msnm. Fue su gran viaje. Luego de regresar se dedicó al entrenamiento de otros pundit.

La Royal Geographical Society lo reconoció como el hombre del mayor aporte al conocimiento positivo del mapa de Asia en su tiempo. Sin embargo, se negó a aceptarlo como miembro.

El artista chino Qiu Zhije ha querido recrear aspectos de la historia de la apertura del Tibet. En su obra Railroad from Lhasa to Katmandu, las exploraciones de Singh en 1865 y la culminación del ferrocarril en 2006 son los extremos de un mismo relato.

Además de recrear parte del viaje de Singh, Zhije recopiló variados objetos de metal en el Tibet, cosas simples, metal ware. Luego de fundirlos, vació cuatro tramos de riel de aproximadamente 60 cm de longitud.

Los rieles y su historia forman parte de la muestra The Real Thing, Contemporary Art from China, organizada por Tate Liverpool y el IVAM de Valencia.

sábado, 9 de febrero de 2008

Buscando a Adriano

He hurgado en las pequeñas bibliotecas de esta pequeña casa, pero el libro se ha ocultado con éxito. Me he sentado a pensar dónde puede estar, pero nada. No lo recuerdo. En un último acto de desesperación, he preguntado por él al guerrero de terracota que cuida la biblioteca. Me ha respondido con un silencio de piedra. Temo que Adriano se lo haya llevado consigo.

Comenzaban los años ochenta, yo tenía 11 años y estudiaba lo que en Venezuela llamábamos el bachillerato. En ese entonces disfruté junto a mis compañeros de las clases de un profesor de castellano y literatura poco convencional. Nos hizo leer Siddartha, de Hermann Hesse, mientras los padres más reaccionarios lo permitieron. Nos hizo leer también Las Hogueras más altas, de Adriano González León, ningún padre lo impidió.

Si había gente muy conservadora entre nuestros padres, han debido preocuparse más por este segundo libro que por el primero. A mi corta adolescencia, los cuentos de Las hogueras más altas representaban un reto inmenso, que difícilmente alcanzaba a encarar. Y que causaba una frustración constante.

Recuerdo que eran historias de la Venezuela rural, cargados de drama y fatalidad. Pero también estaba la técnica, la combinación de la metáfora y la superposición de planos temporales. Yo tenía 11 años.

En aquel entonces existía la "Televisora Nacional, canal 5", con una programación cultural repleta de producción propia y que era un autentico lujo. Gente como Alfredo Escalante, Arturo Uslar Pietri, Nabor Zambrano o Rodolfo Izaguirre condujeron excelentes programas allí.

Totalmente adrede no he mencionado a Adriano González entre ellos, pero lo estaba. Su programa se llamaba Contratema y comencé a verlo para conocer más de aquel tipo que me amargaba las tardes de tarea con esa creación tan difícil de digerir. Debo agregar que al principio no podía seguir el hilo de su programa. Y no me extrañaba. Comenzaba mi relación de odio-admiración con el genio.

Los años han pasado y nunca leí el libro más famoso de Adriano González, País Portátil, aunque siempre he querido hacerlo. Las hogueras más altas fue un libro premiado, pero eso no importa mucho en mi historia. Lo importante es que aquellos primeros momentos de frustración abonaron mis momentos de goce actual a expensas de la lectura. Él ha sido uno de los creadores fundamentales en mi maleta de cosas leídas. Estoy seguro de que mi caso no es único.

Los años han pasado y la vida me ha llevado a ser profesor en la Universidad Central de Venezuela. Adriano ha sido profesor allí. Debo mencionar que esto siempre me ha hecho sentir un orgullo un poco tonto, pero orgullo al fin.

Adriano González León ha fallecido el 12 de enero de 2008. En un país que trata tan mal a sus intelectuales, la tragedia puede ser doble. Con él puede morir también su obra.