miércoles, 29 de julio de 2009

Los loquitos

Justo al entrar accede la cola de la caja. El local está lleno de gente que, asomada al mostrador, pide pan, jugo o café. Detrás del vidrio se ven las bandejas de pan dulce, de guayaba, etc. Una que otra abeja perdida liba el azúcar de los dulces, improvisadas flores urbanas. Es lo que hay.

Antes de llegar ha meditado sobre ese café de mediodía. ¿Dónde ir a tomarlo?. Las opciones son pocas y malas. Al final, casi siempre termina allí, en el lugar más cercano. Resignado, ha tratado de comprender las cosas. La gente de la zona no aprecia el café del mismo modo que él. Eso es todo.

La cola tuerce dentro del local hacia una de las dos cajas, la única que se encuentra abierta. Las cajas están dispuestas de manera contigua. Cada una limita su espacio mediante unos separadores de vidrio. La caja en funcionamiento es la más expuesta al público. La mesa donde se intercambian el dinero, las facturas y el vuelto es totalmente accesible y algunos clientes se inclinan sobre ella para escuchar mejor o señalar algún producto de manera más precisa. La otra caja está más cerca de la entrada y el acceso del cliente está restringido por esos frontales de vidrio, con un agujero más alto para hablar y otro al borde de la mesa para intercambiar. En la caja cerrada hay un vidrio adicional, puesto desde adentro, que tapa los agujeros y acentúa su condición de clausura.

El rostro hastiado de la señora que atiende, sentada tras el vidrio, es reflejo perfecto de la atmósfera agobiante de la calle exterior y del local mismo. Él siempre reflexiona sobre cómo esa panadería cambia el perfil de las cajeras. Comienzan delgadas, elegantes. Inevitablemente sus carnes crecen alimentadas por la inmovilidad de la silla y los descansos aderezados con las milhojas de la casa, único momento en que no estará viendo la interminable fila de clientes frente a ella. Prefiere pensar en otra cosa. Piensa, por ejemplo, que el vidrio de la otra caja protege las chupetas y los chicles de la mano traviesa de algún visitante.

Ha avanzado un poco y ya no es el último de la cola. Con el rabillo del ojo percibe a un niño de unos cinco años, que atrae su atención. Escucha, pero sólo ve parcialmente a la madre del niño, que entra en el local, unas dos personas detrás de él. Lleva otro pequeño en brazos. Es imposible no fijarse en el imberbe, que va de un lado al otro, colándose entre las piernas de los clientes. Lleva un monstrito de plástico en la mano y va uniformado como los Lakers. Se detiene frente al vidrio de la caja cerrada y trata de moverlo para tomar algo. No puede. Da una vuelta y lo intenta nuevamente sin éxito. Siente que la madre también observa a su hijo, sin hacer mucho caso a la conducta del pequeño. Siente algo parecido a la indignación. No sabe que pensar ahora.

Otra persona entra en la panadería con un andar frenético. Es una chica joven con una niña de unos dos años en brazos. "¿Me puedes brindar medio litro de chicha para la niña?", va preguntando a la gente de la cola. Ahora le ha alcanzado. La observa. La manera de cargar la niña. La forma de estar parada, un poco inclinada, balanceando su peso con el de ella. La expresión en su rostro cuando le repite a él la pregunta. Todo denota cierto apuro y desdén, anticipando además la frustración que producirá la respuesta. Luce cansada de pedir.

Por otro lado, su pelo, su ropa y la de la niña no transmiten una pobreza evidente. Considera que la frustración viene más de la falta de experiencia que del fracaso corriente. Siempre ha pensado que no plegarse a ese tipo de pedido, es de hecho la mejor ayuda. El detalle burdo de justificar la mendicidad con la hija agrega una gota de indignación más. Mete a las dos madres en el mismo saco. Se niega con cierta amargura. Voltea su mirada al frente de la cola. Es su turno. "Hola, un café pequeño".

Se dirige al mostrador con el tique en la mano. Espera que el maese del café le hable primero. "Un marrón pequeño, por favor". Ahora recuerda que llama a esa La Panadería de los Loquitos. Es que tanto la pésima calidad de sus productos como sus muy frecuentes clientes, los mendigos harapientos de la zona en busca de caridad, forman un dúo tristemente armonioso. Recibe el café y recorre con la mirada el entorno cercano. No se puede negar que ese es el mejor activo del lugar, la amplia acera donde se encuentra el local y el amplio andén central de la avenida, poblado de árboles. El día está caliente. Decide cruzar media avenida hasta la sombra de los bancos del andén.

Pasa la lado de la familia mendicante. Se han sentado en las escaleras que bajan del local de la panadería hasta la calle. Tienen un cochecito bastante grande. El chico había permanecido afuera cuidándolo, mientras la chica pedía dentro. Tienen un litro de chicha. La jornada ha dado resultados más allá de lo planteado, piensa. Sospecha que compartirán la chicha sentados en la escalera. Luego de cruzar a su lado, recuerda la historia de una amiga de la época de estudiantes. Se jactaba de vivir sin dinero. Una vez le relató como se había ido a uno de los bares de moda entre los universitarios, pidió durante no mucho tiempo y se compró una "carterita" de "canelita". Ese aguardiente aromatizado con canela, tan típico de las plazas de algunos pueblos. Se sentó en la entrada del local a beberlo.

Siempre le asombraba como una persona cercana roza el mundo de la mendicidad. Su amiga no tenía ninguna necesidad de pedir. Sin embargo, lo hacía por una especie de razón ideológica, según el muy elaborado discurso que le justificaba. En ese momento ve a su amiga convertida en familia; padre, madre y prole. El tiempo transcurrido, aunque exagerado, agrega naturalidad a la transición.

Ahora está sentado bajo una buena sombra y toma el café. A ratos observa como padre y madre comparten la chicha, tomando directamente del cartón. Le dará la teta a la niña más tarde, piensa. Todo aquel malestar no tiene sentido. Quiere sacudirse todas esas cavilaciones. Se levanta para regresar a la oficina, dejando atrás todo aquello. Sólo entonces puede observar los árboles del paseo. Por fin lucen las hojas nuevas, signo que la temporada lluviosa ha llegado al fin. Mientras camina piensa en el nuevo verde que viste los lados del bulevar. Piensa en lo que ese color le hace sentir, en su significado heráldico.