sábado, 12 de diciembre de 2009

Que no haiga nada más en el diccionario no es excusa.

Llevamos meses, si no años, surfeando la red en busca de una explicación satisfactoria sobre el origen de la palabra "haiga". Hemos visto como las publicaciones al respecto mejoran lentamente con el tiempo. Antes que nada, unas observaciones breves sobre la evolución.

La primera vez que hicimos la búsqueda, flotaron en los resultados foros de dudas sobre el idioma. Dos cosas llamaron nuestra atención. Primera, una gran cantidad de personas de habla inglesa participaba en los foros, no sólo preguntando, sino respondiendo lo que, en su humilde opinión, significaba la palabra haiga. La segunda, los participantes hispanoamericanos, siendo de una gran cantidad de regiones, siempre señalaban que haiga era un vulgarismo rural de su país, usado en lugar de haya, conjugación de haber para la primera y tercera persona del singular, en el presente subjuntivo. Hay que sacar de la cuenta a una buena cantidad de españoles, que coincidiendo con los anglos, señalaban que haiga es un automóvil muy grande y ostentoso.

Hoy mismo ha sido la última búsqueda. Como decíamos al principio, hay una evolución interesante. En el camino hemos visto aparecer la versión en línea del diccionario prehispánico de dudas, de gran ayuda a quien quiera leer toda la entrada correspondiente al verbo haber. Además, hoy nos hemos encontrado a flote la página wikilengua del castellano. He allí el regreso del haiga-automóvil, ¡uf!

Quienes señalan el significado como un automóvil, siempre han hecho mención a algún diccionario como el DRAE. Lamentablemente este es un caso donde tal iniciativa se muestra inadecuada. Puesto que en algún momento el diccionario dio un protagonismo especial a un significado local, de España; la dimensión completa del origen de esta palabra quedó oculto. Lo consideramos un error, que debería ser corregido. En ese sentido wikilengua (consultada hoy) sí reconoce que el sustantivo haiga es un españolismo.

Por otro lado, pocos parecen notar que ese haiga del verbo haber aparece en regiones rurales de todos los países hispano-parlantes. Por lo tanto, es de esperar que tenga un origen arcaico común, y no sea tanto algún tipo de deformación inculta. La diferencia sería que en las zonas rurales se ha seguido hablando igual durante siglos, mientras que en las zonas urbanas ha ocurrido un cambio conjunto, sin importar que haigan ;-) quedado islas culturales donde el habla ha permanecido invariable.

Ángel Rosenblat dedicó varios comentarios a la palabra haiga en su extraordinario Estudio sobre el habla de Venezuela. Buenas y malas palabras. Queremos piratear-citar algunas de sus palabras aquí.

En su ensayo "¿Papa o patata?", original de 1952 escribía:

"Unidad y variedad son dos fuerzas permanentes en la vida de una lengua. Unidad sobre todo en lo morfológico y sintáctico, es decir, unidad gramatical: la lengua culta a adoptado haya, mismo y traje, y rechaza como rústicos haiga mesmo y truje, aunque los los usara Cervantes y todo el Siglo de Oro"


Cuando se pregunta "¿De pie o de pies?", en el mismo año 1952, leemos:

"En el terreno gramatical, cuando existen dos formas se tiende hoy a considerar una de ellas como incorrecta: haiga era en la época clásica tan legítimo como haya (se apoyaba además en la analogía con caiga y traiga), y hoy es evidente vulgarismo".


Por último, en su "Defensa del habla venezolana", publicada 1953, encontramos:

"En los campos de Venezuela todavía se dice haiga, truje, semos, vide, mesmo, asina o ansina, dende, manque, agora, endenantes o enantes, cuasi, etc., como en la buena literatura del Siglo de Oro, ¿y no parece pura arbitrariedad considerar malas unas formas tan bien conservadas sólo porque la lengua general ha sido infiel a ellas? He aquí que lo rústico consiste en la fidelidad al Siglo de Oro."


Una cosa nos recuerda siempre Rosenblat: sin desmerecer al habla culta, el acercamiento al habla rural, plagada de vulgarismos, debe ser respetuoso. Ese campesino que dice haiga o mesmo no está a la moda, pero está usando las mismas palabras que habría usado El Manco de Lepanto.

sábado, 7 de noviembre de 2009

¿Q.S.LL.M.Q?



Nunca ha querido excusarse. Fue un pequeño delito y siempre lo vio de esa manera. La oportunidad de probar aquel queso fuerte, que había madurado (eufemismo para pudrirse) en una cueva, no se daba todos los días. Y ya con el queso en mano, los días seguían pasando.

Entonces había tenido que hacerlo. Tras buscar los últimos souvenirs, jamón serrano y embutidos, guardados en la nevera; les siguió la huella aquel pedazo de queso que descansaba a un costado, un poco olvidado. Todos los fríos se irían a mezclar entre la ropa de la maleta, para protagonizar ese otro pequeño delito, el contrabando internacional de sabores y olores. Mejor dicho: el contrabando de placeres de un viaje.

Ya en casa, el queso descansaría otros días en una nevera diferente. Muchas dudas venían a su mente. Una vez roto el envoltorio plástico, que había salvado las pertenencias de la familia de aquel olor inefable, habría que darse a la tarea de consumirlo en un tiempo razonablemente corto. La abundancia de fuerza y sabor contra la escasez de bocas, podían hacer difícil la tarea.

Transcurrirían dos meses de espera y se atrevió seguir la idea de ella. Un frasco esterilizado, un aceite de oliva de buena calidad y el queso abandonaría la nevera para ocupar un lugar digno en la despensa de la cocina.



Desde entonces está allí. Cada vez menos, porque se acaba. El queso y el aceite aromatizado han hecho buena compañía de varios platos de pasta. Han pasado dos meses desde su salida "de la nevera" y el cabrales en aceite no hace sino mejorar.



El pequeño crimen había valido la pena. Él se había llevado el queso.

La receta, muy simple. Una variación de lo que se ve en la red:

70 g de queso cabrales
50 g de mantequilla
100 cc de nata o crema de leche

Sal y pimienta

Se junta todo en la sartén hasta formar una salsa homogénea. Cuando la pasta está lista se mezcla con la salsa en la sartén hasta que se integre bien.

Usando 250 g de fettuccini, se obtienen dos raciones generosas.

domingo, 4 de octubre de 2009

Rancho con directv


Este paisaje venezolano no es infrecuente. No por ello lo omitiremos. Podría decirse que ha sido una larga espera hasta que haya aparecido aquí la segunda entrega de Venezuela a 80 km/h.

Primero lo primero. En Venezuela las viviendas autoconstruidas, por la gente más humilde, muchas veces en terrenos robados, se denominan ranchos. Una agrupación de ranchos; un pueblito pobre; una favela, como dirían en otros lados; un "shanty town", como dicen los anglos; se denomina barrio.

Quien va de turista por una ciudad venezolana, siempre debe tener cuidado de no perderse y quedar metido en un barrio. Son lugares peligrosos.

Rancho puede ser sinónimo de miseria y marginalidad económica. Suelen estar en lugares de difícil acceso. El agua corriente y la electricidad no siempre son constantes. Casi siempre son robadas. El gas directo es muy raro y hay donde se llega al extremo de cocinar con leña. Un rancho es un lugar donde la vida es costosa en términos de tiempo y dedicación.

Quien vive en un rancho, en un barrio, es parte de una dinámica comunal a la que es difícil escapar. En los barrios los vecinos forman familias donde todos dependen de uno. Y uno depende de todos. La solidaridad es el concepto clave que muchos coincidirían en rescatar como el valor más alto de la gente del barrio. Así que rancho también puede ser sinónimo de esfuerzo y determinación. Y barrio, de orgullo.

Llevar el rancho (o el barrio) en la cabeza es una expresión despectiva, que puede significar la actitud de una persona que muestra una educación urbana limitada. Es alguien que tira la basura o escupe en el suelo. O alguien incapaz de esperar su turno en una cola.

También lleva el rancho en la cabeza la persona de pobres recursos que privilegia gustos como ropa cara o línea marrón de lujo, frente a necesidades como buena comida o vivienda. En un giro sutil, se puede referir a aquella persona que desperdicia su esfuerzo, haciendo algo que ya está hecho y que no es tan costoso después de todo.

Siempre hay que decir, en defensa de los habitantes del barrio, que el directv es bastante más accesible que una casa. ¡Y cómo puede hacer falta!

miércoles, 29 de julio de 2009

Los loquitos

Justo al entrar accede la cola de la caja. El local está lleno de gente que, asomada al mostrador, pide pan, jugo o café. Detrás del vidrio se ven las bandejas de pan dulce, de guayaba, etc. Una que otra abeja perdida liba el azúcar de los dulces, improvisadas flores urbanas. Es lo que hay.

Antes de llegar ha meditado sobre ese café de mediodía. ¿Dónde ir a tomarlo?. Las opciones son pocas y malas. Al final, casi siempre termina allí, en el lugar más cercano. Resignado, ha tratado de comprender las cosas. La gente de la zona no aprecia el café del mismo modo que él. Eso es todo.

La cola tuerce dentro del local hacia una de las dos cajas, la única que se encuentra abierta. Las cajas están dispuestas de manera contigua. Cada una limita su espacio mediante unos separadores de vidrio. La caja en funcionamiento es la más expuesta al público. La mesa donde se intercambian el dinero, las facturas y el vuelto es totalmente accesible y algunos clientes se inclinan sobre ella para escuchar mejor o señalar algún producto de manera más precisa. La otra caja está más cerca de la entrada y el acceso del cliente está restringido por esos frontales de vidrio, con un agujero más alto para hablar y otro al borde de la mesa para intercambiar. En la caja cerrada hay un vidrio adicional, puesto desde adentro, que tapa los agujeros y acentúa su condición de clausura.

El rostro hastiado de la señora que atiende, sentada tras el vidrio, es reflejo perfecto de la atmósfera agobiante de la calle exterior y del local mismo. Él siempre reflexiona sobre cómo esa panadería cambia el perfil de las cajeras. Comienzan delgadas, elegantes. Inevitablemente sus carnes crecen alimentadas por la inmovilidad de la silla y los descansos aderezados con las milhojas de la casa, único momento en que no estará viendo la interminable fila de clientes frente a ella. Prefiere pensar en otra cosa. Piensa, por ejemplo, que el vidrio de la otra caja protege las chupetas y los chicles de la mano traviesa de algún visitante.

Ha avanzado un poco y ya no es el último de la cola. Con el rabillo del ojo percibe a un niño de unos cinco años, que atrae su atención. Escucha, pero sólo ve parcialmente a la madre del niño, que entra en el local, unas dos personas detrás de él. Lleva otro pequeño en brazos. Es imposible no fijarse en el imberbe, que va de un lado al otro, colándose entre las piernas de los clientes. Lleva un monstrito de plástico en la mano y va uniformado como los Lakers. Se detiene frente al vidrio de la caja cerrada y trata de moverlo para tomar algo. No puede. Da una vuelta y lo intenta nuevamente sin éxito. Siente que la madre también observa a su hijo, sin hacer mucho caso a la conducta del pequeño. Siente algo parecido a la indignación. No sabe que pensar ahora.

Otra persona entra en la panadería con un andar frenético. Es una chica joven con una niña de unos dos años en brazos. "¿Me puedes brindar medio litro de chicha para la niña?", va preguntando a la gente de la cola. Ahora le ha alcanzado. La observa. La manera de cargar la niña. La forma de estar parada, un poco inclinada, balanceando su peso con el de ella. La expresión en su rostro cuando le repite a él la pregunta. Todo denota cierto apuro y desdén, anticipando además la frustración que producirá la respuesta. Luce cansada de pedir.

Por otro lado, su pelo, su ropa y la de la niña no transmiten una pobreza evidente. Considera que la frustración viene más de la falta de experiencia que del fracaso corriente. Siempre ha pensado que no plegarse a ese tipo de pedido, es de hecho la mejor ayuda. El detalle burdo de justificar la mendicidad con la hija agrega una gota de indignación más. Mete a las dos madres en el mismo saco. Se niega con cierta amargura. Voltea su mirada al frente de la cola. Es su turno. "Hola, un café pequeño".

Se dirige al mostrador con el tique en la mano. Espera que el maese del café le hable primero. "Un marrón pequeño, por favor". Ahora recuerda que llama a esa La Panadería de los Loquitos. Es que tanto la pésima calidad de sus productos como sus muy frecuentes clientes, los mendigos harapientos de la zona en busca de caridad, forman un dúo tristemente armonioso. Recibe el café y recorre con la mirada el entorno cercano. No se puede negar que ese es el mejor activo del lugar, la amplia acera donde se encuentra el local y el amplio andén central de la avenida, poblado de árboles. El día está caliente. Decide cruzar media avenida hasta la sombra de los bancos del andén.

Pasa la lado de la familia mendicante. Se han sentado en las escaleras que bajan del local de la panadería hasta la calle. Tienen un cochecito bastante grande. El chico había permanecido afuera cuidándolo, mientras la chica pedía dentro. Tienen un litro de chicha. La jornada ha dado resultados más allá de lo planteado, piensa. Sospecha que compartirán la chicha sentados en la escalera. Luego de cruzar a su lado, recuerda la historia de una amiga de la época de estudiantes. Se jactaba de vivir sin dinero. Una vez le relató como se había ido a uno de los bares de moda entre los universitarios, pidió durante no mucho tiempo y se compró una "carterita" de "canelita". Ese aguardiente aromatizado con canela, tan típico de las plazas de algunos pueblos. Se sentó en la entrada del local a beberlo.

Siempre le asombraba como una persona cercana roza el mundo de la mendicidad. Su amiga no tenía ninguna necesidad de pedir. Sin embargo, lo hacía por una especie de razón ideológica, según el muy elaborado discurso que le justificaba. En ese momento ve a su amiga convertida en familia; padre, madre y prole. El tiempo transcurrido, aunque exagerado, agrega naturalidad a la transición.

Ahora está sentado bajo una buena sombra y toma el café. A ratos observa como padre y madre comparten la chicha, tomando directamente del cartón. Le dará la teta a la niña más tarde, piensa. Todo aquel malestar no tiene sentido. Quiere sacudirse todas esas cavilaciones. Se levanta para regresar a la oficina, dejando atrás todo aquello. Sólo entonces puede observar los árboles del paseo. Por fin lucen las hojas nuevas, signo que la temporada lluviosa ha llegado al fin. Mientras camina piensa en el nuevo verde que viste los lados del bulevar. Piensa en lo que ese color le hace sentir, en su significado heráldico.

sábado, 23 de mayo de 2009

Mermelada de naranja amarga

Desde hace algún tiempo estaba aprendiendo a conservar la comida, recuperando algo de ese conocimiento sencillo, que perdemos en la especialización moderna.

Comenzó intentando con recetas saladas, cosas con aceite de oliva, vinagre y etc. Sólo después de un año se atrevió al dulce y acompañó a su madre haciendo su famosa jalea de mango.

Otro medio año más adelante descubrió aquel naranjo que nació solo en la granja y que nadie cortó, por ser muy bonito; y cuyas naranjas nadie comió, por ser muy amargas. Bueno, descubrió que esas naranjas servirían para hacer una mermelada digna.

Confió en buscar una receta en la red. Con un poco de suerte sabría separar la mejor de entre aquellas que se escriben para salir del paso. No hubo dudas, la receta de tejedora sería la elegida. Sólo merece ser agregado el detalle más importante para él, la preparación completa dura cinco días. ¿Habrá una forma más digna de tratar a una naranja?

El resultado fue sublime. Su color de caramelo, su untuosidad que le hace parecer miel y la textura de los tropezones de cáscara confitada han hecho que valga la pena esperar los cinco días de preparación.



Y no es tan amarga...

lunes, 18 de mayo de 2009

Un día perfecto


Después de no tener nada importante que decir-escribir en meses, he tenido un día perfecto. En realidad, un día casi perfecto.

Luego de manejar sin tráfico hasta la casa, encontramos un día soleado, pero con la humedad atmosférica del inicio de la temporada lluviosa. Los montes van verdeando y llenándose de los colores de esta primavera tropical. Las flores de abril en los bucares han cedido el lugar a los apamates acacias y araguaneyes.




En la casa los árboles de mango comienzan a cargar su cosecha, los dulces de injerto y los ácidos realengos, buenos para la jalea. El naranjo amargo muestra con orgullo sus frutos intocables.





En la comida hemos disfrutado del pan de corteza dura recién hecho, simplemente perfecto.